domingo, 23 de julio de 2017

"Parte del prestigio de Kafka resulta de la fascinación de la letra K", curiosa observación de Carlos Drummond de Andrade. Esto me recuerda al ensayo de Agamben, titulado precisamente "K", que trata de desembrollar el enigma de la fascinación por la inicial del autor de las pesadillas burocráticas y la arquitectura de inútil expiación.

K.
Giorgio Agamben

I. Kalumniator
l. En el proceso romano, en el que la acusación pública tenía una parte limitada, la calumnia representaba una amenaza tan grave para la administración de la justicia, que se castigaba al falso acusador marcándole sobre la frente 1a letra K (inicial de kalumniator). Davide Stimilli ha tenido el mérito de mostrar la importancia de este hecho para la interpretación de El proceso de Kafka, que el íncipit presenta sin reservas como un proceso calumnioso ("Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin que él hubiera hecho nada malo, una mañana fue arrestado"). La letra K, sugiere Stimilli, recordando que Kafka mientras se preparaba para la profesión legal había estudiado historia del derecho romano, no se refiere a Kafka, según la opinión común que se remonta a Max Brod, sino a la calumnia.

2. Que la calumnia represente la clave de la novela -y, quizá, de todo el universo kafkiano, tan fuertemente signado por las potencias míticas del derecho- se vuelve sin embargo aún más iluminador si se observa que, puesto que la letra K no reenvía simplemente a kalumnia sino que se refiere al kalumniator, es decir, al falso acusador, esto sólo puede significar que el falso acusador es el propio protagonista de la novela, que, por así decirlo, ha intentado un proceso calumnioso contra sí mismo. El "alguien" (jemand) que con su calumnia ha iniciado el proceso es el mismo Josef K.
Ahora bien, esto es precisamente lo que muestra una lectura atenta de la novela más allá de toda duda. En efecto, aunque K. sepa desde el principio que no es en absoluto cierro que el tribunal lo haya acusado ("Yo no sé si usted está acusado", le dice el inspector ya en la primera entrevista) y que en todo caso su condición de "arrestado" no implica ningún cambio en su vida, busca por todos los medios penetrar en los edificios del tribunal (que no son tales, sino que se encuentran en altillos, trasteros o lavaderos, que quizá sólo su mirada transforma en tribunales) y provocar un proceso que los jueces no parecen tener ninguna intención de iniciar. Además, es K. el que, temerariamente, le admite al juez de inspección durante la primera indagación que no se trata de un verdadero proceso, sino que el proceso existe sólo en la medida en que él lo reconoce. Sin embargo, K. no duda en ir al tribunal, aunque no ha sido citado y es en esa precisa ocasión que admite sin necesidad que ha sido acusado. De la misma manera, durante su conversación con la señorita Bürstner, no dudaba en sugerirle que lo acusara falsamente de agresión (de algún modo, entonces, se había autocalumniado). En último término, esto es precisamente lo que el capellán de la prisión le deja entender a K. como conclusión de su extenso diálogo en la catedral: "El tribunal no quiere nada de ti: te acepta si vienes, te deja ir si te vas". Es decir: "El tribunal no te acusa, no hace más que recibir la acusación que tú te haces a ti mismo".

3. Todo hombre entabla un proceso calumnioso contra sí mismo. Este es el punto de partida de Kafka. Por ello su universo no puede ser trágico, sino sólo cómico: la culpa no existe o, más bien, la única culpa es la autocalumnia, que consiste en acusarse de una culpa inexistente (es decir, de la propia inocencia, y este es el gesto cómico por excelencia).
Este punto concuerda con el principio, enunciado en otro lugar por Kafka, por el cual "el pecado original, el antiguo error que el hombre cometió, consiste en la acusación que él hace y a la que no renuncia, de que se ha cometido un error en su contra, de que el pecado original se ha cometido contra él". También aquí, como en la calumnia, la culpa no es la causa de la acusación, sino que se identifica con ella.
Hay calumnia, en efecto, sólo si el acusador está convencido de la inocencia del acusado, si acusa sin que haya culpa alguna que verificar. En el caso de la autocalumnia, esta convicción se vuelve al mismo tiempo necesaria e imposible. El acusado, en cuanto se autocalumnia, sabe perfectamente que es inocente; pero, en cuanto se acusa, sabe igualmente que es culpable de calumnia, que merece
su marca. Esta es la situación kafkiana por excelencia. Pero ¿por qué K. -por qué todo hombre-se autocalumnia? ¿Por qué se acusa falsamente?

4. La calumnia era percibida por los juristas romanos como una desviación (ellos usaban el término temeritas, de temere, "a ciegas", "al azar", etimológicamente emparentado con "tiniebla'') de la acusación. Mommsen observaba que el verbo "acusar" no parece ser en el origen un término técnico del derecho y que, en los testimonios más antiguos (por ejemplo, en Plauto y Terencio), es usado más en sentido moral que jurídico. Pero es justamente en esta función preliminar con respecto al derecho que la acusación revela su importancia decisiva.
El proceso romano se inicia, de hecho, con la nominis delatio, la inscripción, por parte del acusador, del nombre del denunciado en la lista de los acusados. Accusare deriva etimológicamente de causa y significa "poner en causa". Pero causa, en cierto sentido, es el término jurídico fundamental, porque indica la implicación de una cosa en el derecho (como res significa la implicación de una cosa en el lenguaje), el hecho de que una cosa sea fundamento de una situación jurídica. Desde esta perspectiva, es particularmente instructiva la relación entre causa y res, que, en latín, significa "cosa", "asunto". Ambas pertenecen al vocabulario del derecho y designan lo que está en cuestión en un proceso (o en una relación jurídica). Pero, en las lenguas neolatinas, causa se sustituye progresivamente por res y luego de haber designado la incógnita en la terminología algebraica (así como res, en francés, sobrevive sólo en la forma ríen, "nada"), da lugar al término "cosa" (chose en francés). La "cosa", esta palabra tan neutral y genérica, nombra, en realidad, "aquello que está en causa", aquello que está en el derecho (y en el lenguaje).
La gravedad de la calumnia está entonces en función del hecho de que vuelve a poner en cuestión el principio mismo del proceso: el momento de la acusación. Porque ni la culpa (que no es necesaria en el derecho arcaico) ni la pena definen el proceso, sino la acusación. Es más, la acusación es quizá la "categoría" jurídica por excelencia (kategoría significa en griego "acusación"), sin la cual todo el edificio del derecho se derrumbaría: el poner en causa al ser en el derecho. El derecho es, entonces, en su esencia, acusación, "categoría". Y el ser, puesto en causa, "acusado" en el derecho, pierde su inocencia, deviene "cosa", es decir, causa, objeto de litigio (para los romanos, causa, res y lis [pleito] eran, en este sentido, sinónimos).

5. La autocalumnia forma parte de la estrategia de Kafka en su incesante cuerpo a cuerpo con la ley. Esta pone en cuestión en primer lugar a la culpa, al principio por el cual no hay pena sin culpa. Y, con ella, también a la acusación, que se funda en la culpa (para agregar al catálogo de disparates de Brod: Kafka no se ocupa de la gracia, sino de su opuesto, la acusación). "¿Cómo puede en general ser culpable un hombre?", pregunta Josef K. al capellán de la prisión. Y de algún modo el capellán parece darle razón diciendo que no hay sentencia, sino que "el proceso mismo se transforma poco a poco en sentencia". Un jurista moderno escribió, en el mismo sentido, que en el misterio del proceso, el principio nulla poena sine iudicio [ninguna pena sin juicio] se invierte en aquel, más tenebroso, según el cual no hay juicio sin pena, porque toda la pena está en el juicio. "Estar en un proceso semejante -le dice en determinado momento a K. el tío-significa que uno ya lo ha perdido."
Esto es evidente en la autocalumnia y, de manera general, en el proceso calumnioso. El proceso calumnioso es una causa en la que no hay nada en causa, en la que lo que se pone en causa es la propia puesta en causa, es decir, la acusación como tal. Y allí donde la culpa consiste en dar inicio al proceso, la sentencia sólo puede ser el proceso mismo.

6. Además de la calumnia, los juristas romanos conocían otras dos temeritates u oscurecimientos de la acusación: la praevaricatio, es decir, la colusión entre el acusador y el acusado, simétricamente opuesta a la calumnia; y la tergivetatio, el desistir de la acusación (para los romanos, que veían una analogía entre la guerra y el proceso, el desistir de la acusación era una forma de deserción: tergiversar significa en el origen "dar la espalda"). Josef K. es culpable de estas tres formas: porque se calumnia, porque, en cuanto se autoacalumnia, colude consigo mismo y porque no es solidario con la propia acusación (en este sentido, "tergiversa", busca escapatorias y exige tiempo).

7. Se comprende, entonces, la sutileza de la autocalumnia como estrategia que tiende a desactivar y a volver inoperosa la acusación, la puesta en causa que el derecho le hace al ser. Porque si la acusación es falsa y si, por otro lado, el acusador y el acusado coinciden, entonces es la propia implicación fundamental del hombre en el derecho la que se vuelve a poner en cuestión. El único modo de afirmar la propia inocencia frente a la ley (y a las potencias que la representan: el padre, el matrimonio) es, en este sentido, acusarse falsamente.
Que la calumnia puede ser un arma de defensa en la lucha con las autoridades lo dice con claridad el otro K., el protagonista de El castillo: "Sería un medio de defensa relativamente inocente, pero al final también insuficiente". Kafka, en efecto, es plenamente consciente de la insuficiencia de esta estrategia. Porque el derecho responde transformando en delito la propia puesta en causa y haciendo de la autocalumnia su propio fundamento. No sólo, entonces, el derecho pronuncia la condena en el momento mismo en que reconoce la falta de fundamento de la acusación, sino que además transforma el subterfugio del autocalumniador en su eterna justificación. En la medida en que los hombres no dejan de calumniarse a sí mismos y a los otros, el derecho (es decir, el proceso) es necesario para decidir cuáles acusaciones están fundadas y cuáles no. De este modo, el derecho puede justificarse a sí mismo, presentándose como un baluarte contra el delirio autoacusatorio de los hombres (y, en alguna medida, este realmente ha actuado como tal, por ejemplo, respecto a la religión). Y aunque el hombre siempre fuera inocente, si ningún hombre puede decirse culpable en general, siempre quedaría como pecado original la autocalumnia, la acusación sin fundamento que el hombre formula contra sí mismo.

8. Es importante distinguir entre la autocalumnia y la confesión. Cuando Leni intenta inducirlo a confesar, sugiriéndole que sólo cuando se ha confesado la culpa "uno tiene la posibilidad de escabullirse", K. rápidamente rechaza la invitación. Sin embargo, en cierro sentido, todo el proceso tiende a producir la confesión, que, ya en el derecho romano, vale como una especie de aurocondena. Aquel que ha confesado, recita un adagio jurídico, ya es juzgado (confessus pro iudicato), y la equivalencia entre confesión y aurocondena es afirmada sin reservas por uno de los juristas romanos más autorizados: quien confiesa, por así decirlo, se condena a sí mismo (quodammodo sua sententia damnatur). Pero aquel que se ha acusado falsamente, como acusado, se encuentra por ello mismo en la imposibilidad de confesar, y el tribunal puede condenarlo como acusador sólo si se le reconoce la inocencia como acusado.
En este sentido, la estrategia de K. puede definirse con mayor precisión como la tentativa fallida de hacer imposible, no el proceso, sino la confesión. Por lo demás, afirma un fragmento de 1920, "confesar la propia culpa y mentir son la misma cosa. Para poder confesar se miente". Kafka parece inscribirse, entonces, en una tradición que, en contra del favor del que goza la confesión en la cultura judeocristiana, rechaza decididamente toda confesión; desde Cicerón, que la definía como "repugnante y peligrosa" (turpis et periculosa), hasta Proust, que aconsejaba cándidamente: "No confeséis nunca" (N'avouez jamais).

9. En la historia de la confesión es particularmente significativa su relación con la tortura, a la que Kafka no podía no ser sensible. Mientras en el derecho del período republicano la confesión se admitía con reservas y servía más bien para defender al acusado, en el período imperial, sobre todo para los delitos contra el poder (complot, traición, conspiración, impiedad contra el príncipe), pero también para el adulterio, la magia y la adivinación ilícita, el procedimiento penal implicaba la tortura del acusado y de sus esclavos para extraer su confesión. "Arrancar la verdad" (veritatem eruere) es el lema de la nueva racionalidad judicial que, uniendo estrechamente confesión y verdad, hace de la tortura (en los casos de lesa majestad, extendida también a los testigos) el instrumento probatorio por excelencia. De aquí el nombre de quaestio que la designa en las fuentes jurídicas: la tortura es investigación de la verdad (quaestio veritatis) y es en estos términos que será retomada por la Inquisición medieval.
Una vez en la sala de audiencia, el imputado padecía un primer interrogatorio. Luego de las primeras indecisiones o contradicciones, o incluso sólo porque se declaraba inocente, el juez hacía aplicar la tortura. El acusado era recostado de espaldas sobre un caballete (eculeus, "pequeño caballo": es por ello que el término alemán para tortura, Folter, deriva de Fohlen, "potro"), con los brazos extendidos atrás hacia arriba y las manos atadas con una cuerda que pasaba por una polea, de modo que, cuando el verdugo (quaestionarius, tortor) tiraba, podía provocar la luxación de las clavículas. Además de este primer estadio, del que tomaba su nombre la tortura (de torqueo, "torcer hasta partir"), muchas veces esta implicaba también la fustigación y la laceración con ganchos y rastras de hierro. El ensañamiento en la "búsqueda de la verdad" era tal que la tortura podía prolongarse varios días, hasta obtener la confesión.
 A medida que se difunde la práctica de la tortura, la confesión se interioriza y, de ser una verdad arrancada a la fuerza por el verdugo, se transforma en algo que el sujeto está obligado, desde su conciencia, a declarar espontáneamente. Las fuentes registran con sorpresa los casos de personas que confiesan sin ser acusadas o después de haber sido absueltas en un proceso; incluso en estos casos, sin embargo, la confesión, como "voz de la conciencia'' (confessio conscientiae vox), tiene valor probatorio e implica la condena de aquel que confiesa.

10. La relación esencial entre la tortura y la verdad parece atraer la atención de Kafka de manera casi morbosa. "Sí, la tortura para mí es importantísima -le escribe en noviembre de 1920 a Milena-, no me ocupo más que de ser torturado y de torturar. ¿Por qué? [ ... ] para conocer de aquella maldita boca esa maldita palabra." Dos meses antes, agrega a su carta un pedazo de papel con el dibujo de una máquina de tortura de su invención, cuyo funcionamiento aclara con estas palabras: "Cuando un hombre se ata de esta manera, las dos varas se empujan lentamente hacia afuera hasta que este se parte en dos". Y que la tortura sirve para extraer la confesión lo confirma pocos días antes, comparando su condición a la de un hombre al que se le aprieta la cabeza en una morsa con dos tornillos sobre las sienes: "La diferencia sólo está en esto: [ ... ] que para gritar no espero a que se me ajusten los tornillos para arrancarme la confesión, yo ya me pongo a gritar cuando me los acercan".
Que no se trataba de un interés episódico lo prueba el cuento En La colonia penitenciaria, que Kafka escribe en pocos días en octubre de 1914, interrumpiendo la redacción de El proceso. El "aparato" inventado por el "viejo comandante" es, en efecto, al mismo tiempo, una máquina de tortura y un instrumento de ejecución de la pena capital (el propio oficial lo sugiere, cuando, anticipando una posible objeción, dice: "Entre nosotros la tortura sólo existía en la Edad Media''). Es precisamente porque une en sí estas dos funciones que la pena infligida por la máquina coincide con una quaestio veritatis [cuestión acerca de la verdad] particular, en la que aquel que descubre la verdad no es el juez sino el acusado, que lo hace descifrando la escritura que la rastra le rasga en la carne. "Incluso al más idiota se le abre la cabeza. Empieza por los ojos y se difunde desde allí. Es un espectáculo que podría llevar a cualquiera a hacerse poner bajo la rastra. No ocurre nada más, excepto que el hombre empieza a descifrar la inscripción, fija los labios como si estuviera escuchando. Usted ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos, pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Es un trabajo difícil, se necesitan seis horas para cumplirlo. Pero en ese momento, la rastra lo atraviesa de lado a lado y lo tira en el hoyo, donde se desploma sobre la guata y el agua ensangrentada.

11. Kafka escribió En la colonia penitenciaria durante la redacción de El proceso, y la situación del condenado presenta más de una analogía con la de K. Así como K. no sabe de qué es acusado, en el cuento, el condenado no sabe que lo ha sido. Y tampoco conoce la sentencia ("Comunicársela -explica el oficial-sería inútil. La experimentará en carne propia"). Ambas historias parecen terminar con la ejecución de una sentencia capital (que el oficial del cuento parece infligirse a sí mismo en lugar de al condenado). Pero es la obviedad de esta conclusión lo que hace falta cuestionar. Que no se trata de una ejecución, sino sólo de una tortura, se dice con claridad en el cuento precisamente en el momento en que la máquina se destroza y ya no es capaz de desarrollar su función: "No era una tortura lo que el oficial había querido infligirse, era un real asesinato". El verdadero fin de la máquina es, pues, la tortura como quaestio veritatis; la muerte, como a menudo ocurre en la tortura, es sólo un efecto colateral del descubrimiento de la verdad. Cuando la máquina ya no es capaz de hacerle descifrar al condenado la verdad sobre su propia carne, la tortura le cede el lugar a un simple homicidio.
Es desde esta perspectiva que debe releerse el capítulo final de El proceso. Tampoco en este caso se trata de la ejecución de una sentencia, sino de una escena de tortura. Los dos hombres con chistera, que a K. le parecen actores de segunda clase o simplemente "tenores", no son verdugos en sentido técnico sino quaestionarii [cuestionadores], que tratan de sacarle una confesión que hasta ese momento no le fue requerida por nadie (si es cierro que ha sido K. el que se ha autoacusado falsamente, es quizás la confesión de esta calumnia lo que ellos quieren arrancarle). Esto se confirma por la curiosa descripción de su primer contacto físico con K., que recuerda, aunque en vertical, la tensión de los brazos y la posición del acusado en la quaestio: "Mantenían los hombros pegados detrás de los suyos y en lugar de doblar los brazos, los envolvían a lo largo de los de K. para sujetarlos, aferrándolos por las manos con una habilidad metódica, entrenada e irresistible. K. caminaba rígido y tenso entre ellos, y los tres formaban tal unidad que, si alguien hubiera chocado a uno de ellos [zerschlagen hiitte], los habría chocado a los tres".
Incluso la escena final, donde K. está tendido sobre la piedra "en una posición muy forzada e improbable", es más un acto de tortura que ha terminado mal que una ejecución capital. Y así como el oficial de la colonia penal no logra encontrar la verdad que buscaba en la tortura, también la muerte de K. parece más un homicidio que la conclusión de una quaestio veritatis. Al final, de hecho, no le alcanzan las fuerzas para hacer lo que sabía era su deber: agarrar el cuchillo que de mano en mano le pasaba por encima y clavárselo". Quien se había calumniado a sí mismo podía confesar su verdad sólo torturándose a sí mismo. En todo caso, la tortura, como investigación sobre la verdad, falló en su objetivo.

12. K. (todo hombre) se autocalumnia para sustraerse a la ley, a la acusación que ella parece dirigirle inevitablemente y a la que es imposible sustraerse ("Declararse simplemente inocentes -le dice en un momento el capellán de la prisión-es lo que suelen hacer los culpables"). Pero, al actuar de este modo, termina por parecerse al prisionero al que se refiere Kafka en un fragmento, que "ve levantarse una horca en el patio de la cárcel, cree por error que le está destinada, de noche se escapa de su celda, baja hasta allí y se cuelga". De aquí la ambigüedad del derecho, que tiene su raíz en la autocalumnia de los individuos y se presenta sin embargo como una potencia extraña y superior a ellos.
En este sentido debería leerse la parábola sobre la puerta de la ley que el sacerdote le cuenta a K. en la escena en la catedral. La puerta de la ley es la acusación, a través de la cual el individuo es implicado en el derecho. Pero la primera y suprema acusación es pronunciada por el propio acusado (aunque sea en la forma de una autocalumnia). Por ello la estrategia de la ley consiste en hacerle creer al acusado que la acusación (la puerta) le está destinada (quizá) justo a él, que (quizás) el tribunal exija algo de él, que (quizás) está en curso un proceso que lo implica. En realidad no hay ninguna acusación ni ningún proceso, al menos hasta el momento en que aquel que se cree acusado no se acusa a sí mismo. Este es el sentido del "engaño" ( Tauschung) que, según las palabras del sacerdote, está en cuestión en la parábola ("En los escritos introductorios a la ley se habla de este engaño: delante de la puerta de la ley hay un guardián"). El problema no es tanto saber, como cree K., quién engaña (el guardián) y quién es engañado (el campesino). Ni si las dos afirmaciones del guardián ("ahora no puedes entrar" y "esta entrada estaba destinada sólo a ti") son contradictorias o no. Estas significan en todo caso "tú no estás acusado" y "la acusación te concierne sólo a ti, sólo tú puedes acusarte y ser acusado". Son, pues, una invitación a la autoacusación, a dejarse capturar en el proceso. Por ello la esperanza de K de que el sacerdote pueda darle un "consejo decisivo" que lo ayude, no a influir en el proceso, sino a evitarlo, a vivir lejos de él por siempre, sólo puede ser en vano. En realidad, el sacerdote también es un guardián de la puerta, también él "pertenece al tribunal"; y el verdadero engaño es justamente la existencia de los guardianes, de hombres (o ángeles: custodiar la puerta es, en la tradición hebrea, una de las funciones de los ángeles) -desde el último funcionario hasta los abogados y el juez más alto-, cuyo fin es inducir a los otros hombres a acusarse, a hacerlos pasar a través de la puerta que no conduce a ninguna parte, sino sólo al proceso. Sin embargo, la parábola contiene quizás un "consejo". Se trata no del estudio de la ley, que en sí misma no tiene culpa, sino del "largo estudio de su guardián" (in dem jahrelangen Studium des Tü rhüters), al que el campesino se dedica ininterrumpidamente durante su estadía delante de la ley. Gracias a este estudio, a este nuevo Talmud, el campesino, a diferencia de Josef K., logrará vivir hasta el final fuera del proceso.

(En Desnudez)


El pensador, 1913. Dibujo de Kafka

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